o de la naturaleza de los desastres
“Si me preguntáis en dónde he estado
debo decir ‘sucede’.
Debo hablar del suelo que oscurece las piedras,
de río que durando se destruye”
Pablo Neruda
No Hay Olvido
Bangladesh, año 2007, el mayor tifón de los años recientes golpea la costa del país asiático y, transformado en tormenta, se adentra en el territorio. Miles mueren, los desaparecidos suman millares, cientos de miles deben ser desalojados, la mayoría pierde todo su patrimonio. Los más afectados son, como siempre, los más pobres entre los pobres.
Tabasco, año 2007, las calles de la capital amanecen bajo el agua, las colonias populares son, como siempre, las más afectadas. Algunos mueren, miles deben ser desalojados, la mayoría pierde su escaso patrimonio.
Chiapas, año 2007, un estruendo despierta a los pobladores de uno de los pueblos de la montaña; el cerro que por años los ha cobijado se viene a ellos en forma de lodo. Algunos mueren, los desaparecidos se cuentan por decenas, todos deben ser desalojados, bajo la tierra se encuentra su escaso patrimonio.
Nueva Orleáns, hace no demasiado tiempo, la ciudad es golpeada por uno de los huracanes más potentes de los que se tenga memoria; su trayectoria se sabía desde hace semanas, pero sólo aquellos con suficientes recursos pudieron salir. Decenas mueren, los desaparecidos suman centenas, los sobrevivientes se aglutinan (sin luz, sin agua potable; sin ayuda) en el estadio de la ciudad; son, como siempre, los más pobres.
El sureste asiático, hace poco, el mayor tsunami registrado en la historia recientes borra del mapa pueblos enteros. Miles mueren, los desaparecidos suman decenas de miles, cientos de miles deben ser desalojados, la mayoría ve su escaso patrimonio ser tragado por el mar. Los más afectados son, como siempre, los más pobres entre los pobres.
La escena se repite a lo largo del orbe; la naturaleza golpea con furia sobre el patrimonio, hogares y vida de los más pobres. “Es inevitable”, nos dicen desde el Poder; “así es el mundo, nada se puede hacer contra el clima”.
Sin embargo, los acontecimientos descritos tienen más en común que la furia de la naturaleza y las víctimas. En Tabasco, Bangladesh, Nueva Orleáns, el sureste asiático y el caribe mexicano los primeros en recibir ayuda y en ver sus propiedades reconstruidas son aquellos que tuvieron el tiempo y los recursos para salir bien librados de la tragedia, es decir; los que más tienen.
La mayoría de las víctimas, los pequeños, ven escasear la ayuda si acaso llega, se les condiciona y raciona el rescate. Mientras sus gobernantes rescatan a los propietarios, ellos dependen, como siempre, de la solidaridad de sus iguales... Siempre necesaria y bienvenida; siempre insuficiente.
No un único fenómeno, sino la suma de varios desastres.
Por un lado, es cierto, el clima de los recientes años es mucho más extremo que cualquiera registrado en la historia de la humanidad y ello, obviamente, tiene una explicación que poco o nada tiene que ver con la naturaleza o sus ciclos.
El papel del dióxido de carbono como regulador climático es conocido desde tiempo atrás, como conocido es que este gas, mortal para la mayoría de los seres vivos, es mucho más numeroso en la atmósfera hoy que en ningún momento del pasado. Conocido es, también, que ello se debe en buena media (sino es que completamente) a la acción humana.
Queda escrito, conocido desde hace tiempo y, sin embargo, es hasta tiempos relativamente recientes que se toma conciencia de ello y se empiezan a plantear medidas que contrarresten el efecto pernicioso del desarrollo humano sobre el clima. Medidas necesarias pero a todas luces insuficientes, tanto más si quien produce la cuarta parte de CO2 que se arroja a la atmósfera se niega a seguirlas... O a reconocer si quiera la existencia del problema.
Aquellos basan su resistencia a cambiar las prácticas industriales en argumentos economicistas y argumentaciones pseudo científicas. “Nada hay que demuestre”, nos dicen “el grado en que la acción del hombre (de la industria) ha afectado al clima”. Finalmente, continúan; “los patrones climáticos son un sistema profundamente complejo del que poco o nada comprendemos”.
Resulta ingenuo (sino es que criminalmente mendaz) suponer que, dada la existencia de un sistema complejo en precario equilibrio, la inclusión impertinente de un agente extraño no lo perturbe. Y si bien es cierto que los patrones climáticos mundiales son de sí un sistema cuya complejidad impide la prognosis precisa, también es cierto que disponemos de las herramientas necesarias para poder inferir el sentido de sus cambios.
En otras palabras; no podemos saber cuándo ocurrirá un desastre, pero sí qué desastre ocurrirá.
Aquí, entonces, otra vertiente del desastre. Los fenómenos descritos en los primeros párrafos tienen en común el hecho el que, salvo el tsunami en las costas asiáticas, se sabía de su posibilidad desde mucho tiempo atrás y en todos casos se decidió desde el poder económico y político el no tomar las medidas necesarias para disminuir, en la medida de lo posible, las consecuencias previsibles.
En los escasos escenarios en los que esta prevención se dio; las acciones y la información se limitaron a quienes pertenecían de por sí al poder económico y político, nunca a la población en general ni mucho menos a quienes por su situación económica o geográfica eran las víctimas potenciales.
Como queda escrito, en todos los casos, una vez ocurrida la tragedia, el rescate del poder económico y político fue eficiente sólo para atender las necesidades de quienes pertenecían de por sí al poder económico y político, nunca en aliviar la situación de la mayoría de las víctimas, es decir; los de abajo.
Así es la aritmética de la tragedia, las matemáticas de la ignominia; presentar los fenómenos como inevitables, como ocurrencias de poderes incomprensibles e incontrolables y no como consecuencia de un sistema que degrada a las personas y su ambiente y considera a la mayoría, a los desposeídos, como simples estadísticas prescindibles.
Mario Stalin Rodríguez
Noviembre de 2007
Etiquetas: El Nombre de la Ignominia, Opinión