jueves, enero 08, 2015

Conferencia impartida en la RAM de MENSA España, Diciembre de 2014.

Estamos hechos, en buena parte, de nuestra memoria. Esa memoria está hecha, en buena parte, de olvido”.
Jorge Luis Borges
El tiempo

¿De qué y cómo construimos las identidades nacionales?
            No se trata sólo de la respuesta de perogrullo, según la cual es el poder, de acuerdo su variable interés, quien la construye. El papel que el poder ejerce en esto es evidente y, sin embrago, existe una identidad compartida más allá de la visión e intereses de quien ejerce el poder (sea éste del color partidista que sea).
            Debe haber, entonces, un conjunto de características que identifican, entre sí y ante los demás, a los miembros de un colectivo específico. En asuntos nacionales, éstas pueden ser el idioma, determinadas costumbres, algún estilo específico de comida y etcéteras varios... Suena sencillo, tan sencillo que muy probablemente sea falso.
            Porque hay naciones multilingüístas y tan canadiense es un francófono como un angloparlante. La gastronomía de una nación es rica y variada por condiciones geográficas y de disponibilidad de recursos y tan mexicanos son los platillos del Norte como la sopa de lima de Yucatán. Las costumbres varían de una latitud a otra y el carnaval no se celebra igual en Trento que en Venecia.
            No, la identidad nacional se nutre de características locales, pero no se origina en éstas... La respuesta debe encontrarse en otro lugar, tal vez, en los procesos sociales compartidos. Es decir; la explicación de la identidad nacional se encuentra en la historia y formación de las naciones.
            Y el asunto aquí es que, como sugiere el epígrafe, la historia se compone, principalmente, de olvido... Y, no nos sorprendamos, de aquello que inventamos para llenar los huecos.
            En palabras llanas y sin que medie un juicio moral en esto; construimos nuestra identidad nacional, en buena medida, de mentiras.

Alejados de la fábula de Rousseau, según la cual conformamos una sociedad sobre el mutuo beneficio, es muy probable que, si Marx tenía razón y la historia humana es la historia del conflicto, en el origen del Estado, más que una contrato, haya un despojo; la apropiación, por medio de la fuerza, del fruto del trabajo de otros.
            Y será, tal vez, porque el ser humano es así, que estos otros hayan encontrado una justificación del despojo en una suerte de síndrome de Estocolmo primitivo; “sí, el más fuerte se queda con el fruto de nuestro trabajo, pero a cambio, nos protege de que otros nos despojen de éste”...
            En el origen del Estado hay, entonces, la invención de una justificación claramente falsa que explica, sin embargo, el estadio de las cosas y garantiza su continuidad. No nos sorprenda, en esta lógica, que en la justificación de todo estadio actual, subyagan ideas de igual naturaleza que explican no sólo el presente, sino aquellos fragmentos del pasado que fueron olvidados o, en la mayoría de los casos, borrados.

Tomemos el ejemplo actual de México.
            Su origen como nación es, en términos históricos, bastante reciente; se remonta apenas a unos cuantos siglos (poco más de cinco si se toma desde la conquista española, sólo dos si se considera únicamente su vida independiente). El asunto es que, independientemente de la fecha que se de a su parto (si cuando el surgimiento de la Nueva España o el del Imperio Mexicano), éste fue traumático y marcado por el conflicto.
            Que México es un país multicultural, pluriétnico y multilingüísta es evidente. Que esto es debido a y a pesar de la colonización europea y el proceso de independencia, es incluso un lugar común. Las presencias occidentales e indígenas se viven en el día a día, en la lengua que (con sus variantes regionales) mayoritariamente hablamos y en los idiomas en los que se expresa aproximadamente el 10% de la población. Incluso, en la forma en que buena parte de la población vive la religión católica es marcadamente indígena.
            Sí, la presencia indígena forma parte inherente de nuestra identidad nacional...  Pero no nos engañemos, ésta no se reduce sólo al folclorismo que los organismos oficiales venden como atractivo turístico hacia el exterior; la identidad indígena de México no es, ni mucho menos, los danzantes que vestidos de plumas y taparrabos montan espectáculos para turistas en las plazas e iglesias del país.
            En el mejor de los casos, estas manifestaciones son sólo parte de la herencia precolombina... Y el asunto aquí es, justamente, que ésta es tan grande y compleja que, en realidad, no tenemos muy claro qué de ella es realmente herencia y cual parte la fuimos inventando sobre la marcha.

Hasta tiempos tan recientes como el último cuarto del siglo pasado, la versión comúnmente aceptada (incluso en los ambientes académicos especializados) de nuestra historia era simple y lineal.
            Existió, se decía, una primera gran cultura, los Olmecas, que a partir de su lugar de origen (las costas del golfo de México) llevaron la civilización hacia las zonas del altiplano central y la región maya en lo que hoy es la península de Yucatán y Centroamérica.
            Tras la caída y desaparición de esta primera gran cultura, en el Altiplano central se erigió la primera gran ciudad hegemónica, Teotihuacán, cuya influencia llegó a sentirse en regiones tan distantes como Aridoamérica al Norte y las poblaciones mayas del Sur.
            Tras la caída y desaparición de esta gran ciudad, en el lago de Texcoco se alza el último gran imperio; el Azteca, que logra subyugar a la mayoría de los pueblos contemporáneos, hasta la llegada de los españoles y su superioridad tecnológica...
            Por regla general, además, se entendía a los pueblos indígenas todos, como una especie de místicos sabios que vivían sanamente, en armonía con su entorno y preocupados más por la observación del firmamento que por las pasiones humanas.
            Según esta lógica, el mestizaje habría producido una especie de “raza cósmica”, cuya identidad se definía por la espiritualidad heredada de los pueblos precolombinos y cuyo futuro era recobrar la grandeza de estos.
            Todo lo cual suena estupendamente, pero es, en el mejor de los casos, un cuento de hadas...

Al margen de las lagunas cronológicas que la versión arriba apuntada tiene (algunas de siglos), y obviando el despropósito que es presentar de manera lineal procesos histórico-sociales que involucran a tal cantidad de colectivos culturales tan distintos. Aún así, la versión no resiste el mínimo análisis.
            Más que la existencia una “cultura madre” que expandió su “civilización” hacia otros pueblos, se debe hablar de evoluciones convergentes que, ante condiciones materiales similares, llegaron en tiempos similares a soluciones similares (recuérdese, convergencia no significa necesariamente causalidad).
            Lo cierto es que, tanto en regiones como la mixteca-zapoteca (sierra de lo que hoy es Oaxaca) como en la región maya, existían conglomerados urbanos mucho antes de que se iniciara su contacto cultural y comercial con el pueblo que llamamos olmeca.
            La paráfrasis “que llamamos olmeca” no es gratuita, porque olmeca es, en realidad, el etnónimo de un pueblo muy posterior que ocupó los centros poblacionales y adoratorios de aquellos a quienes conocemos con este nombre. Los constructores originales desaparecieron sin dejar continuidad lingüística o cultural, de ahí que sea imposible conocer el cómo se llamaban a sí mismos, qué lengua hablaban ni cuál era su organización político-cultural.

Cientos de años después, la gran ciudad de Teotihuacán (que, por cierto, tampoco es su nombre original, sino que así fue bautizada por los mexicas, siglos después de su abandono) llegó a su decadencia mucho más por causas internas que por procesos exteriores.
            Es muy probable que los pobladores originales de esta urbe hayan causado un desastre ecológico debido a su gran consumo maderero y a la sobreexplotación agrícola, que probablemente se intentó paliar por el dominio económico y comercial que ejercían sobre otros pueblos, hasta que la situación se hizo insostenible y el pueblo se reveló contras sus gobernantes.
            La ciudad fue abandonada hacia el 650 d.C., dejando atrás su gran centro ceremonial que, por cierto, no representa ni obedece en su trazo a ningún fenómeno astrológico ni cuerpo celestial. Muy probablemente, la intención original de esta construcción haya sido crear montes artificiales que “llamaran” el agua tan necesaria para la subsistencia de una urbe de estas dimensiones.

Finalmente; nunca existió un pueblo llamado “aztecas”. El etnónimo, que hace referencia a la mítica isla de Aztlán, fue acuñado hasta alrededor de 1420 (junto con la creación del mito de la peregrinación) y no se popularizó sino hasta la época colonial, como una forma de reafirmar la identidad indígena frente a la dominación cultural española.
            Los pobladores de la ciudad de Tenochtitlan se llaman a sí mismos “Mexicas”, los habitantes de Mexi, el centro (ombligo) del universo. Y centro fue, por lo menos, del último gran imperio antes de la conquista… Aunque su periodo de hegemonía duró escasos 100 años.
            En realidad, este pueblo desciende de la última gran migración chichimeca. Fundaron su ciudad y adoptaron el etnónimo de “mexicas” como tributarios del reino de Azcapotzalco. Durante su migración y su etapa de sumisión, fueron apropiando y reinterpretando los mitos y la organización social de múltiples pueblos del altiplano central.
            Es, como se sugiere antes, hasta 1420 que a través de una revisión teológica que deviene, entre otras cosas, en la creación el concepto de “guerras floridas” (conquista de otros pueblos para ofrecer a sus guerreros a los dioses), que se rebelan contra la hegemonía de Azcapotzalco y, tras la derrota de esta ciudad, se inicia su periodo imperialista.

Y aquí, tal vez, un punto nodal en todo este asunto.
            Será. Tal vez, que toda identidad nacional se funda en buena medida de mitos y mentiras que inventamos para llenar los huecos de nuestra memoria colectiva... Y será, tal vez, que no hay juicio moral que valga para este fenómeno.
            Los mitos, las mentiras que nosotros mismos nos contamos, nos construyen y justifican a los propios ojos y los ajenos. Decía Oscar Wilde que la civilización humana empezó el día en que un cavernícola que jamás salió de su cueva, contó a los demás el cómo venció el solo al mastodonte.
            En tal lógica, estos mitos y falsedades son, si se me permite el símil, herramientas de la evolución social; un poco como la fuerza, un poco como las balas. Un estado de las cosas puede ser mantenido por fuerzas y balas... Pero fuerza y balas también pueden ser utilizados para cambiarlo.
            Los mitos y falsedades pueden justificar un estadio social, hasta que son sustituidos nuevos mitos y falsedades... O, mejor aún, con la verdad, así es como las sociedades, los Estados, las naciones cambian.


Mario Stalin Rodríguez

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1 Comments:

Blogger E. Martin said...

La identidad nacional siempre se basa en mentiras porque, incluso cuando se fundamenta en la historia real, lo hace en una versión filtrada. Nuestro pasado *siempre* es glorioso porque al final lo que une a los ciudadanos de cualquier país (o nación, grupo étnico...) es la creencia de que son superiores a todos los otros paises.

10:31 a.m.  

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